Por Alicia Galarraga
«En la plaza está la pequeña pared de los viejos que miran pasar la juventud; el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos son ya recuerdos».
Las ciudades invisibles, Italo Calvino

Antes del 16 de marzo del 2020, el centro histórico de Quito tenía lugares emblemáticos cuyos orígenes se remontan a la mitad del siglo pasado. Después de doscientos setenta días de pandemia, algunos de ellos desaparecieron. Para siempre.
Primera parte: cien días
«Los días se acortan y las lámparas multicolores se encienden todas juntas sobre las puertas de las freiduras, y desde una terraza una voz de mujer grita: ¡uh!, se pone a envidiar a los que ahora creen haber vivido ya una noche igual a esta y haber sido aquella vez felices».
Las ciudades Invisibles, Italo Calvino
Crecí entre las estrechas calles del centro histórico de Quito. La casa de mi infancia estaba sobre la calle Cuenca, frente a la Iglesia de la Merced. En aquel entonces, me bastaba con salir por el balcón para encontrarme, a pocos metros, con la imponente vista de la campana de aquella centenaria Iglesia. Escucharla también me era muy cotidiano y familiar: sus campanadas sonaban para llamar a los feligreses a las misas, los rosarios y las procesiones.
Hacia el sur, en la misma calle Cuenca, se ubicaban cuatro tiendas de abarrotes; todas vendían helados de coco caseros y aunque los helados de coco son la cosa más sencilla y fácil de preparar, cada uno de los dueños tenía su propia receta que los convertía en golosinas únicas y diferentes.
Otro lugar que me trae recuerdos es la Plaza Grande y sus cafeterías instaladas bajo el atrio de La Catedral. Ingresar en ellas es toda una aventura: sus puertas son estrechas y el techo es bajísimo y caprichoso, tan caprichoso, que se une a las paredes formando ángulos redondeados.
Permanecer en el interior de estas cafeterías, brinda la sensación de estar dentro de una cápsula. Una cápsula perfumada con olor a quaker de naranjilla, café pasado y pernil. En consecuencia, quaker y sánduche de pernil era lo que yo degustaba en aquellas tardes inolvidables de mi infancia. Mientras tanto, mi padre, muy ceremonioso, solo tomaba café.
Cuando era niña, El Madrilón, el emblemático café fundado en la segunda mitad del siglo viente, se ubicaba sobre las calles Chile y Benalcázar. Sus comensales eran asiduos clientes de los sánduches de pollo y los ponches. Ponches preparados con huevo, canela y vainilla que perfumaban con delicadeza aquella amplia y acogedora estancia. Ponches que mi padre me pedía mientras él, para variar, solo tomaba café.
En otras ocasiones, mi padre me llevaba al Meneses, un café ubicado sobre la Chile y Guayaquil que funcionaba desde los años cincuenta de aquel siglo XX. Cuando la elegante mesera me pasaba la carta, yo elegía el helado más grande y vistoso:
-Banana split, por favor, con doble porción de crema chantilli.
Mi papá, siguiendo su costumbre, se pedía un café. Yo lo miraba incrédula, pensando que, si fuera más grande, me pediría no solo la banana split sino también una torta de fresa y también un milk shake, otra de las especialidades del Meneses.
Los años han pasado implacables. Ya no vivo en la casa cercana al campanario de La Merced. Sin embargo, siento una atracción inexplicable hacia el centro histórico de Quito. Hasta antes del diez y seís de marzo del 2020, esa atracción inexplicable me llevaba a recorrerlo de forma religiosa una vez a la semana. Las tiendas de helados de coco son un recuerdo lejano y casi borroso; en su lugar, bazares de venta de artículos varios se han instalado.
Las cafeterías del atrio de la Compañía han sobrevivido al tiempo y en su interior siguen encapsulados sus aromas emblemáticos, así que hago mi obligatoria parada; solo tomo café, como lo hacía mi padre cuando yo era niña. Cuando voy al Madrilón, que ya no se ubica en la Benalcazar y Chile sino en el Pasaje Tobar, también me pido un café:
-Bien cargado, por favor.
La mesera me sonríe. Me conoce desde niña y siempre que me despido me dice en un tono que otorga la familiaridad del tiempo:
-Salude a su papá.
Le doy una propina, le devuelvo la sonrisa mientras le respondo:
-Muchas gracias, así lo haré.
Mientras me alejo, no dejo de pensar en los clientes asiduos del Madrilón. Son todos señores de la tercera edad y hablan de política. Pero no de la actual, sino de la que se escribió cuando ellos eran jóvenes, allá por los años 1960 y 1970: Velasco y Bombita, los militares, la dictadura, el primer barril de petróleo.
A más de seguir atenta sus conversaciones, analizo su vestimenta. Siempre llevan traje a juego con sombrero de paño o boina y mientras platican, piden tintos; acto seguido, sacan una botellita envuelta en una funda de papel y le agregan un chorrito de su contenido a los tintos.
En mi recorrido habitual, la siguiente semana, es el turno de la cafetería Meneses. Repito el ritual:
-Un cafe. Bien cargado, por favor. Como en el Madrilón, la mesera me sonríe con familiaridad:
-¿Ya no pide banana split?, me pregunta.
-No, le contesto. Ahora soy una persona seria.
Las personas serias, a más de tomar café, visitan joyerías, librerías, museos, bibliotecas, tiendas de antigüedades . Así que como toda una persona seria, ingreso a una joyería ubicada en la calle García Moreno. Un amable y solícito señor de la tercera edad me da la bienvenida con una sonrisa.
Entro con un poco de recelo, observo las pocas y empolvadas joyas que todavía le quedan para la venta, además de algunas antigüedades. Pongo más atención y sobre una de las paredes veo un título enmarcado. Leo “Orfebre Profesional, 1968”. Le pregunto al señor si él es el dueño de ese título que cuelga de la pared y me responde:
-Sí, a la orden.
-Ya no hay muchos orfebres en Quito-le comento.
-No, quedamos muy pocos.
Reflexiono y me digo: “no quiero que estos espacios desaparezcan sin dejar rastro, como les pasó a las tiendas de los helados de coco de la calle Cuenca. Así que un día regresaré, le haré una entrevista a este señor orfebre y publicaré un libro sobre su tienda y el resto de lugares únicos que sobreviven en las calles del centro histórico de Quito. De esta forma, su existencia se preservará en la memoria y el tiempo. También guardaré en ese libro al Madrilon, el Meneses, a las cafeterías del atrio de la Catedral y a todos los lugares que solo existen en este mágico lugar de la capital ecuatoriana.”
Ya no tuve tiempo. Llegó la pandemia del coronavirus. La semana pasada salió en el periódico que el Meneses cerró, despues de setenta años de existencia. Hace cien días que no recorro las calles del centro historico. Lo siento tan cerca y a la vez tan lejos. No sé cuándo terminen las restricciones por la pandemia. No sé cuándo voy a volver.
Cuando regrese, ¿cuántos lugares habrán desaparecido? Hay noches que no puedo dormir y me pregunto ¿por que no lo hice cuando pude? Siempre pensé que tenía mucho tiempo. Ahora, ya es tarde.
Segunda parte: doscientos setenta días
«La ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, surcado a su vez cada segmento por raspaduras, muescas, incisiones, cañonazos».
Las ciudades invisibles, Italo Calvino

Es el mes de diciembre del 2020. Las medidas de seguridad y las alertas por la pandemia del coronavirus se mantienen inalterables. Pese a ello, siento una necesidad incomprensible de recorrer las calles del centro histórico. Un martes me decido a salir. Tomo todas las precauciones. En menos de treinta minutos estoy en el lugar.
Avanzo hacia el sur por la García Moreno y me detengo a contemplar a un señor que tiene un gatito al que lo alimenta mientras cuenta la historia de cómo lo halló en Huaquillas, flaco y moribundo. El señor lo rescató. Ahora, él y el gato, le sacan una sonrisa a los transeúntes a cambio de unas monedas.
Continúo mi recorrido y en la Guayaquil, a unas pocas cuadras antes de llegar a la Plaza de Santo Domingo, me llama la atención un almacén de artesanías de cuero. Veo una pequeña cartera roja. Caigo en cuenta que la mía es demasiado grande para realizar este tipo de periplos, que me pesa demasido, que me incomoda.
Al interior, me recibe una sonriente señora de la tercera edad . Me cuenta que las artesanías las elabora su hijo que heredó el arte de la talabatería de su padre.
Levanto la vista. En un rincón veo una maleta que, se nota a leguas, fue elaborada hace mucho tiempo:
-Por lo menos hace cuarenta años-me informa la amable señora.
-Con estas maletas, mientras mi esposo elaboraba los artículos de cuero, yo recorría el país y las vendía por montones. Eran bien demandadas-concluye.

Compro la cartera roja, me despido de la señora sin antes prometer que regresaré por la maleta. Tengo una fijación con las cosas antiguas, esa maleta me parece una excelente adquisición. Empino hacia el occidente. Encuentro en una esquina un puesto de revistas, las contemplo con atención. Son ediciones de antes de marzo del 2020. Veo una fotografía que circuló con mucha frecuencia en las redes sociales. Es la esposa del presidente Moreno en la portada la revista Hola. Su elegancia contrasta con la pobreza que existe en los alrededores.
Estoy cerca del Pasaje Tobar así que decido hacer una parada en el Madrilón que se ubica en su interior.

Un pequeño letrero me recuerda que este café funciona desde 1957. La mesera me comenta que hasta él llegaron para servirse café, ponche o sánduche de pollo, personajes como León Febres Cordero o el mismísimo Rey Juan Carlos de España.

Tomo algunas fotografías más. Mientras tanto, la mesera me comenta que los señores jubilados que a diario llenaban las mesas del fondo hasta antes de marzo del 2020, ya no han regresado.
Ordeno mi café cargado. Mientras lo sirven, miro a mi alrededor; una figura de Santa me recuerda que la Navidad está cerca. «Es la primera vez que estoy en este lugar completamente sola», me digo para mis adentros, mientras recuerdo las veces que estuve en el Madrilón buscando una mesa desocupada.
Me despido de la mesera, ella manda saludos para mi padre. Yo le agradezco, dejo una propina, me retiro pensativa. Tengo una sensación agridulce. Me alegre hallar abierto el Madrilón. Pero me entristece constatar que está desierto. «Si un día vengo y ya no lo hallo?», me pregunto. La tristeza me invade. El corazón se me encoge.
Cruzo por el Pasaje Amador. Me detengo frente a un local de fotografías que sobrevive al tiempo en que se tomaban fotos de carné o se acudía hasta el estudio de un fotógrafo profesional para que retrate a los miembros de una familia o a personajes de otras épocas.

Me detengo a mirar los escaparates. Hay fotografías de familias, de religiosas, de sacerdotes, de expresidentes. «Tiempos aquellos», pienso. Me gustaría entrevistar al fotógrafo. Una señora me recibe. Me dice que no está, que solo atiende bajo cita.

Cuando caigo en cuenta, son casi las dieciocho horas así que para terminar la tarde, pienso en visitar las cafeterías del atrio de La Catedral. Llego a la Plaza Grande y me encuentro con que están cerradas. Pregunto a una señora que atiende un puesto de caramelos en los alrededores si todavía las abren. Me contesta que sí, que siguen abriendo, pero no con regularidad.
A pesar de no poder ingresar a estas cafeterías de esquinas redondeadas, me marcho con una alegría en el fondo de mi alma. La niña que vive en mí, que tantas veces fue feliz frecuentando estos sitios, brinca mientras me dice en un murmullo acercándose a mi oído: «no te preocupes, regresamos la próxima semana «.
Lo que escribes es una gran realidad, mi madre tenia un dicho muy suyo que decia » tiempos idos no volvidos» solo lo perdido se añora y el tiempo no se puede recuperar.