Fernando Orozco: «Solo la muerte me detendrá»

Fernando Orozco, en las afuera de las oficinas de la Fiscalía General del Estado (FGE), durante su última visita a Quito en febrero del 2020.

Por Alicia Galárraga

Fernando Orozco se despertó sangrando por su parte íntima. Horas antes perdió la conciencia por el dolor físico y el quebranto emocional y moral.

Lo violó el caporal de La Lagartera del Cuartel Modelo de Guyaquil.

¿Su delito? Ser abiertamente homosexual. Era el año 1986. Fernando tenía veintidós años.

A noviembre de 1997, la Constitución de Ecuador, en una parte del artículo 516, penalizaba la homosexualidad hasta con ocho años de prisión. Bajo este marco legal, Fernando fue víctima de persecución tortura, detenciones y encarcelamientos extrajudiciales durante las décadas de 1980 y 1990.

En mayo del 2019, un grupo de ciudadanos LGBTI (lesbianas, gays, bisexuales, transexuales, intersexuales), sobrevivientes de las torturas y abusos ejecutados por miembros policiales y agentes paraestatales, durante las dos décadas del siglo pasado, demandaron al Estado ecuatoriano por el delito de lesa humanidad.

Una investigadora que pidió se mantenga su nombre en reserva, tuvo acceso a los testimonios de los denunciantes. Ella calcula en doscientos el número de víctimas durante las décadas de 1980 y 1990. La cifra real nunca se conocerá porque un número no especificado de ciudadanos homosexuales y transexuales desaparecieron sin dejar rastro. Así como desaparece un vehículo. O un celular. «Solo son maricas». Y ninguna autoridad investigó. Sus familiares no se preocuparon de buscarlos. Y si aparecían muertos, tampoco se ocuparon de judicializar el caso. Total, los muertos eran considerado delincuentes por su orientación sexual.

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En Quito, en febrero del 2020, después de una decena de intentos fallidos, logré concretar una cita con Fernando Orozco. Llegó a la hora pactada. Su amigo, Gonzalo Abarca, lo considera impuntual, «aunque ya se está reformando», bromea.

La cita con Fernando fue en los exteriores de las oficianas de la Fiscalía General del Estado (FGE) de la avenida Patria, en Quito. Estaba acompañado de Pachis Cuellar (+), quien llegó desde Cuenca y Gonzalo Abarca. Gonzalo y Fernando viajaron desde Guayaquil.

Las acciones de Gonzalo Abarca y Pachis Cuellar fueron decisivas para lograr la despenalización de la homosexualidad en noviembre de 1997. Gonzalo ya no defiende los derechos de los ciudadanos LGBTI. Se convirtió a la religión evangélica y le entregó la posta a Fernando Orozco. En febrero del 2020, Gonzalo estuvo presente en las afueras de las oficinas de Fiscalía, porque es uno de los denunciantes.

Después de poner la denuncia, Gonzalo y Pachis se marcharon. Para concretar la entrevista, Fernando y yo nos dirigimos a un restaurante que él sugiere, a pocos pasos de Fiscalía. Fernando encargó en ese lugar su equipaje. Es una mochila pequeña en la que cabe, con las justas, una mudada de ropa y artículos de limpieza personal. Fernando me explica que esa misma noche regresará en bus interprovincial a Guayaquil porque no le alcanza para pagar un hotel.

Fernando es bajito y enjuto. Tiene la piel canela y gruesa. Algunas arrugas cercan su rostro, en especial alrededor de la boca y los ojos. El cabello, canoso a sus 58 años, está recogido en una cola. Una bufanda de la bandera LGBTI adorna su cuello.

En el restaurante en el que conversamos, Fernando pide un almuerzo. Cuando llega su sopa, sancocho de carne, le agrega cucharadas y cucharada de ají. Repite el exorcismo de ají en el plato fuerte, seco de carne. Mientras Fernando almuerza, dice que no puede creer que, después de tantos años de espera, haya denunciado ante la justicia los abusos que sufrió en el tiempo en que se penalizaba la homosexualidad.

Fernando me mira de frente y me sorprende su sonrisa cálida, su alegría, chispa y optimismo, a pesar de haber sido encarcelado en tres ocasiones por su condición de homosexual. Luego dice que «hay gente homofóbica que prefiere abandonar un lugar antes que estar junto a mí». Eso le ha pasado algunas veces. La última, en el Hospital del Guasmo, en su natal Guayaquil. Con la madre de Félix Villacrés.

Félix es un joven de 22 años que Fernando rescató de la calle. Fernando obtuvo, con un trámite tortuoso de dos años, el carné de discapacidad para el joven. Además lo acompaña a las citas con el psiquiatra y supervisa que tome su medicación. Debe medicarse de por vida. Félix y Fernando son como padre e hijo. Félix considera que Fernando es impaciente, recto y mandón. A la vez, destaca su calidad humana:

-Si no fuera por Fernando, no sé qué sería de mi vida.

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Ha pasado más de un año desde nuestra última entrevista personal. Fernando, que antes de la pandemia tenía su propia peluquería, en la actualidad labora para terceros en un negocio similar en Guayaquil. El día que lo contacté, tuvo una cliente de rayitos. Estaba contento por «el cachuelo».

Sin embargo, a Fernando le preocupa la suerte del resto de personas de la tercera edad LGBTI que no tienen oficio, trabajo o alguna forma de solventar sus gastos. Sus compañeros que lograron la despenalización de la homosexualidad en 1997, pertenecen, en la actualidad, a ese grupo de edad. Varios han muerto en la indigencia o asesinados en circunstancias que no se han esclarecido ni investigado.

Con su asociación, Años Dorados, Fernando contribuye a este grupo social. Con plata y persona, como se dice de forma coloquial. Además gestiona donaciones de masacarillas, canastas de víveres y pruebas PCR. Antes de la llegada del covid-19, Fernando les impartía clases de peluquería y estilismo, «para que tengan una forma de ganarse la vida». En Ecuador, la mayoría de personas LGBTI, no concluyen la educación básica. Sus familias son los primeras en estigmatizarlos y excluirlos. Sin educación ni ingresosos, se ven orillados a la prostitución, la venta informal o la indigencia.

-¿Cómo financia la asociación?

-¡Con mi trabajo de estilista!

Fernando y yo conversamos por teléfono para realizar esta pieza peridística. Fue pasadas las once de la noche, después que cocinó y cenó. Pescado frito y patacón, su comida favorita. Gonzalo Abarca lo acompaña. Recuerdan que son amigos desde que Fernando estaba en en el vientre de su madre y que, en su natal Guayaquil, en las décadas de 1980 y 1990, los homosexuales y transexuales se disfrazaban el 31 de diciembre. Era la única fecha en la que podían hacerlo sin ser detenidos.

-Tampoco nos conocían como LGBTI. Simplemente éramos gays o maricas.-recuerda Fernando.

Entre los dos amigos existe camaradería y respeto. No tienen apodos entre sí. Se llaman «compa» mutuamente. Gonzalo recuerda que Fernando, a finales del siglo pasado, fue parte del boom de estilistas gays en Guayaquil. Antes de tener esa fuente de ingresos económicos, los transexuales y homosexuales trabajaban en la cocina. «A todos les decían Rosita», recuerda Gonzalo. En efecto, las cifras dicen que menos del 4% de empresas en Guayaquil, están dispuestas a contratar personal homosexual o transexual. El 97% de entrevistados cree que Guyaquil es una ciudad homofóbica y transfóbica.

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Fernando tiene esperanza en que se dictará sentencia favorable en la demanda de lesa humanidad que él y el resto de sobrevivientes interpusieron ante el estado ecuatoriano. La fuente reservada no es tan optimista. «Detrás de las torturas y asesinatos existió un aparataje estatal y paraestatal dirigido por León Febres Cordero y el Partido Social Cristiano. Esta organización política sigue ejerciendo injerencia y control en la justicia. La única salida es una demanda a nivel internacional».

Fernando no pierde las fuerzas ni la fe:

-Solo la muerte me detendrá-dice, en un hilo de voz, antes de colgar la llamada telefónica.